.- ¿Qué te pasa, amigo mío? – preguntó el anciano una noche, poco antes del amanecer, viendo al joven muy serio y tal vez un poco triste…
.- Me duele mi pasado, venerable – respondió en voz baja el joven
.- A todos, amigo mío – dijo entonces el anciano – nos duele a veces el pasado…
.- Yo pensaba, venerable – dijo cabizbajo y sorprendido el joven – que a ti ya nada te
dolía…
.- Mientras caminemos por el mundo, amigo mío – respondió el anciano sonriendo – nos dolerán las espinas y los golpes… ¿Qué te hace pensar que ya no siento el dolor?…
.- Tu permanente serenidad, venerable…
.- Ah, la serenidad – dijo entonces con tristeza el anciano y después de guardar silencio un corto trecho, tornó a hablar con suavidad – Verás, mi buen amigo, la serenidad nada tiene que ver con la insensibilidad; la serenidad simplemente permite que el dolor que a veces sentimos no modifique nuestro camino…
El joven permanecía en silencio, pensativo y ensimismado…
.- Ven, amigo mío – dijo entonces el anciano – caminemos fumando nuestras pipas en medio de las alegrías y las tristezas que el mundo nos ofrece amablemente, riendo con unas y llorando con las otras, sin perder de vista el horizonte, donde el Sol tanto se pone como sale a diario…
Y apoyando suavemente una mano en el hombro del joven, señaló a su alrededor con un amplio ademán…
.- El mundo, amigo mío, es rico en matices, lo cual incluye los contrastes del dolor y la alegría, ¿preferiríamos acaso no sentir esos matices?… No debemos temer, no hay riesgo alguno en ser sensibles a Su infinita magnificencia…
Y diciendo esto, alzó los ojos al horizonte donde, después de la noche, siempre asoma el Sol…
Anónimo