No siempre nos damos cuenta, pero el centro en torno al cual gira toda la existencia humana está en la capacidad de relacionarse y de comunicar. Las relaciones humanas son el centro de todo. La esencia última de todas las ansias humanas acaba manifestándose como un problema de relaciones: con los padres, con los hijos, con los compañeros de trabajo, con los amigos, con el partner, con los vecinos y conciudadanos, con los hermanos y hermanas, con las diversas culturas, grupos étnicos, etc.
Relacionarse es la gran y única finalidad de la vida del ser humano: confrontarse, vivir en sociedad, colaborar, construir amistades, amores, conocer gente; todo está condicionado por la potencialidad y la capacidad de relacionarse.
Nuestra reflexión parte de un dato de hecho. La vida de relación ocupa, en nuestros días, el centro del ideal de la Iglesia, que es pensada y vivida, cada vez más, como misterio de comunión y de misión, como relación de Dios, como fraternidad. Y, como consecuencia, también las familias religiosas se ven invadidas por una profunda nostalgia de comunidad.
El arte de construir relaciones más humanas
